Sobre
Puertas y Fronteras
Cuando
me disponía a escribir esta pequeña reflexión sobre las actitudes de los
cristianos ante la inmigración, se me viene a la memoria el texto en el que
Jesús dice: “Yo soy la Puerta, quien
entre por mí se salvará” (Jn 10,9). Los
inmigrantes que llegan a nuestro país se encuentran, normalmente, con muchas
vallas y con pocas puertas. Parece como si, en muchas ocasiones, les hubiéramos
cerrado la puerta, tanto de nuestro corazón como de nuestra legislación.
Ciertamente los cristianos y los grupos de Iglesia están, en muchas ocasiones,
en la vanguardia de la solidaridad con los inmigrantes, pero siguen
observándose en nuestras parroquias y grupos prejuicios y reticencias,
actitudes que intentan cerrar toda entrada a los inmigrantes en nuestra
convivencia cotidiana, y que justifican un recelo ante los inmigrantes que ni
siquiera es razonable.
Del recelo a la acogida.
La
primera situación que vive un inmigrante en la tierra a la que llega es la de
la soledad y la desprotección. Sobre todo cuando la familia que quedó en su
país no puede ofrecerle ayuda económica en la distancia; sino, más bien al
contrario, espera como “agua de mayo” la ayuda que él pueda enviar. Entre
nosotros se encuentran hombres y mujeres que han tenido que dejar a su familia
y a sus hijos a miles de kilómetros de distancia. Algunas tienen que estar años
sin poder abrazar a sus hijos para poder mandarles el sustento económico necesario mes tras mes.
Esa separación de la familia es muy dura y no la pueden consolar las relaciones
de amistad que aquí puedan fraguar.
Al
verse privados de la sólida red de solidaridad que representa la familia son
víctimas fáciles de abusos e injusticias en los contratos de trabajo o de
arrendamiento de alquiler. Muchachos trabajando 12 horas al día en la
hostelería y dados de alta en la seguridad social por 2 horas, y eso si tienen
la suerte de que les firmen algún tipo de contrato; infraviviendas, que ningún
nacional arrienda para vivir, por el deterioro de los saneamientos y la situación
general del piso, son las que tienen que aceptar; contratos para las temporadas
agrícolas sin ofrecerles el hospedaje que ordena el convenio, lo que les obliga
a vivir en chabolas de plástico y madera… Los abusos que nosotros no estamos
dispuestos a que nuestros hijos sufran, ellos no tienen más remedio que
asumirlos, porque no tienen la familia que los libre de ellos. Así pues, la
soledad del inmigrante no es solamente afectiva y personal, es también una
soledad y un desvalimiento social que los hace vulnerables a los abusos de
españoles sin conciencia, sin corazón.
Cuando
la persona inmigrante procede de países cuyo idioma es distinto del nuestro
(ucranios, chinos, subsaharianos, magrebíes, etc.), su situación de
desprotección se acentúa. No entienden lo que escuchan y tienden a aislarse y a
formar grupos de protección lo que hace más lento su proceso de integración.
Como tienen que trabajar desde el momento en el que llegan no pueden aprender
de manera adecuada el español, con lo que sus dificultades de comunicación se
prolongan años y años. Esta carencia los hace extremadamente vulnerables. Hace
unos años unos muchachos marroquíes, vendedores ambulantes, me presentaban un
recibo de la luz que tenían que pagar; para mi sorpresa la patrona les pedía tres
veces el dinero que aparecía en él. Su argumento era que aparecían tres fechas
en el recibo: la de inicio de consumo, la del mes que completaba la factura a
pagar, y la fecha límite de pago de la factura. Como eran tres fechas, según la
patrona tenían que pagar tres veces el importe de aquella factura… Me abstengo
de comentar nada más.
Por su
aspecto distinto, por su situación de pobreza, por su cultura diversa, por su
religión, a veces criminalizada, muchos inmigrantes han de soportar miradas
curiosas, indiscretas, recriminatorias, de repulsa, de miedo, incluso de asco.
Todo esto exige que nuestra actitud ante los inmigrantes sea de especial
respeto, comprensión y amabilidad. Cuando nos encontramos con un inmigrante
estamos, probablemente, ante alguien que ha sufrido mucho, muchísimo, algunas
veces hasta llegar a nuestro país, y que sigue viviendo importantes problemas.
Cada inmigrante ha de vernos a los cristianos, personal y comunitariamente,
como una puerta abierta de acogida y comprensión.
Del hostigamiento a la justicia.
La
movilidad es un derecho humano fundamental. Dios nos dio piernas, y no raíces,
para que pudiéramos buscar libremente nuestro lugar en el mundo. La historia de
la humanidad está hecha de movimientos migratorios de personas en busca de
nuevas oportunidades de vida. Pero hay situaciones que fuerzan a una emigración
a la desesperada, como consecuencia de profundas injusticias. Muchos de los
inmigrantes que vienen a Europa huyen de países en guerra, de situaciones de
hambre, de violencia social que amenaza cotidianamente su vida. Su opción por
la migración no es la búsqueda de un futuro mejor, es de huida de una condena
segura de muerte; por eso no tiene marcha atrás; por eso arrostran peligros que
nos parecen irracionales para llegar a nuestros países. Sus razones son las de
quienes escapan de la muerte para poder ayudar a sobrevivir a quienes quedan
allí. La primera injusticia que viven muchos inmigrantes es la de las causas
que los forzaron a emigrar. Los refugiados y los inmigrantes del África
sub-sahariana son los que mayoritariamente han sufrido este tipo de
situaciones. El endurecimiento de las fronteras, las vallas de alambradas con
cuchillas –las llamadas concertinas-, o subir la altura de los muros, no van a
disuadir a unas personas que huyen de la muerte y buscan una esperanza de vida
para ellos y los suyos.
Una
vez que se ponen en camino. Sufren la injusticia de las mafias, de los policías
corruptos de los países por los que pasan, que abusan de ellos, les roban el
dinero y los maltratan; especial situación de vulneración de sus derechos sufren
las mujeres, muchas de ellas violadas y asesinadas no consiguen llegar a su
destino. Estas injusticias son especialmente sangrantes para nosotros cuando la
ayuda al desarrollo que desde los países europeos se envía a los países origen
de la migración se emplea, no en el desarrollo económico de esos países, sino
en el control de los flujos migratorios, con métodos que violan flagrantemente
los derechos humanos de los migrantes.
Sólo
cuando cese la injusticia actual del comercio internacional, cuando cesen las
guerras inducidas en países con riquezas mineras, cuando los dictadores que
expolian a su pueblo dejen de contar con la complacencia de gobiernos y
empresas multinacionales, cuando cese el comercio de armas la inmigración de
ciertas zonas del mundo se podrá regular. No son las mafias las que crean la
necesidad de la inmigración; la necesidad de la inmigración es utilizada por
las mafias para explotar a los inmigrantes. Cuando se acabe con la injusticia
actual la migración se moderará.
Las
injusticias que han de soportar los inmigrantes no acaban cuando ponen pie en
nuestros países. Hay situaciones en España que vulneran el respeto de los
derechos humanos. Una de ellas es la de las “devoluciones en caliente”. En las
fronteras de Ceuta y Melilla muchos inmigrantes que consiguen entrar en nuestro
país son devueltos a Marruecos, sin ninguna contemplación de que pueden ser solicitantes
del estatuto de refugiados por motivos políticos o religiosos, o por estar
sufriendo situación de trata de seres humanos. Lo único que se consigue con esa
medida, que no respeta directrices de Naciones Unidas, es que quien es
expulsado vuelva a poner en peligro su vida intentando de nuevo entrar; cuando
lo haga hiriéndose gravemente será llevado al hospital y comenzará su proceso
de regularización en nuestro país.
Una
segunda situación institucionalmente injusta es la de los CIEs, o centros de retención
de inmigrantes a la espera de su deportación: en estos centros las personas son
detenidas y privadas de libertad sin haber cometido ningún delito. La falta de
condiciones de estos centros es manifiesta. Como describen los informes dell
servicio de jesuitas para los inmigrantes los acompañan viven situaciones de
más precariedad que en los propios centros penitenciarios. Después de sesenta
días en esas cárceles han de ser dejados en libertad, o ser deportados para que
reinicien el periplo hasta llegar de nuevo a nuestro país, si no mueren en el
camino. Yo conozco a varios inmigrantes que después de pasar por un CIEs y ser deportados
volvieron a saltar y consiguieron vivir en España.
La tercera
situación de hostigamiento que viven los inmigrantes se produce con las
propuestas de exclusión del sistema sanitario y del de protección social. Bajo
la excusa de que los inmigrantes colapsan los servicios públicos hay propuestas
políticas de discriminarlos de los mismos. Siendo la realidad que la cifra de
los migrantes que no reciben ayuda alguna del Estado es del 80%, sino que por
el contrario colaboran con su trabajo a sostener nuestra seguridad social, ya
que en su inmensa mayoría son jóvenes que llegan para trabajar.
Cuando
vemos a algunos de los inmigrantes de nuestros pueblos contemplamos a personas
a las que la injusticia ha maltratado en sus propios países, en los de tránsito
y, finalmente, en el nuestro.
Del paternalismo a la fraternidad
Los
inmigrantes en nuestros pueblos y ciudades no son sólo receptores de nuestra
solidaridad, personal o institucional; son personas que colaboran y están
llamados a construir un mundo mejor, codo con codo con nosotros. Las
aportaciones que hacen los inmigrantes a nuestra sociedad son notables. Una de
las que recientemente se ha puesto de manifiesto es la de paliar el
envejecimiento de nuestra población. Cuando, a consecuencia de la crisis
económica, muchos inmigrantes han vuelto a Latinoamérica o han proseguido su
marcha hacia el norte de Europa, hemos visto la importancia que tiene su
cultura de la vida y de la familia, por encima de cálculos consumistas y
materialistas que a nosotros nos carcomen. Muchas mujeres inmigrantes están
siendo la voz y las manos de ternura que nuestros ancianos necesitan. Muchos jóvenes
jornaleros del campo están recogiendo de nuestros campos una riqueza, que no se
ve correspondida con las condiciones laborales que sufren. Algunos inmigrantes,
incluso, están siendo revulsivos de nuestra sociedad con su creatividad y sus
iniciativas sociales y emprendedoras. Con las migraciones masivas quien más
pierde es el pueblo del que salen sus jóvenes más valientes y arrojados. Para
el país receptor suponen, a medio plazo, un enriquecimiento de la cultura y la
sociedad. La historia de los países receptores de migración así lo corrobora
repetidamente.
Nuestro
acompañamiento a los inmigrantes no debe ser meramente asistencialista o
paternalista. Ellos han de cumplir en nuestra sociedad un papel protagonista de
cambios sociales para el que han de prepararse y que han de asumir
conscientemente. Naturalmente han de integrarse en nuestro tejido social poco a
poco, pero también han de sentir que su cultura y sus aportaciones son
valoradas y aceptadas.
También
en nuestras parroquias y comunidades cristianas hemos de estar atentos a
integrar a los inmigrantes católicos. Tenemos que abrirles las puertas en
nuestros grupos de canto, como catequistas, como voluntarios de Cáritas, como
agentes privilegiados en la pastoral de las migraciones. Muchos latinoamericanos
están rejuveneciendo nuestras comunidades parroquiales –revitalizando algunos
noviciados y seminarios, incluso-. Si la parroquia de un barrio donde hay una
comunidad significativa de inmigrantes católicos no es capaz de integrarlos en
su tejido comunitario, hemos de pensar que tiene un serio problema de verdadera
fraternidad.
Tres iconos en la pastoral con los
migrantes.
La misión de Jesús es “anunciar el Evangelio del Reino y sanar toda dolencias y enfermedad en
el pueblo” (Mt 4,23), tal y como nos lo resume el evangelio de Lucas. La
pastoral con personas venidas desde otros países está adquiriendo una
importancia cada vez más grande. Hay tres textos evangélicos que pueden
servirnos de referencia en la pastoral con los migrantes: el Buen Samaritano,
Pentecostés y los discípulos de Emaús.
Leyendo la parábola del Buen Samaritano (Lc 10,25ss)
reconocemos muchos inmigrantes heridos y tendidos al borde de una playa o de
una acera de nuestras ciudades. Como el samaritano de la parábola nosotros
estamos llamados a compadecernos de ellos, a cuidarlos y asistirlos en la
medida de nuestras posibilidades, a buscar su incorporación a nuestra sociedad
respetando todos sus derechos. Esa acogida a quien viene a una tierra ajena
para él, se convertirá en riqueza de Evangelio para la propia comunidad
Cristiana; como nos dice San Pablo de Cristo, “nos enriqueció con su pobreza” (2Cor 8,9).
Pero los inmigrantes no sólo son personas que viven
en carencia; muchos de ellos son creyentes católicos y necesitan una acogida en
la fe. Una labor muy importante ha de ser la de impulsar en nuestras
comunidades ese ámbito acogedor para que los inmigrantes puedan vivir más
entrañablemente su fe. Que en nuestras ciudades haya expresiones cultural e
idiomáticamente diferentes de la fe en Dios Padre y en su Hijo Jesucristo, hace
que sigamos el testimonio de la primera Iglesia el día de Pentecostés (Hch
2,1ss): “Todos escuchaban hablar de las
maravillas de Dios, cada uno en su propio idioma”.
Nosotros, con cercanía y respeto, con nuestro cariño
y acogida, hemos de buscar la manera de proponer la fe en Jesucristo a los
inmigrantes que se acercan a nosotros. La mayor riqueza que tenemos es nuestra
fe en Jesús, por ella renunciamos a comodidades y bienes materiales. La inmensa
riqueza de la fe en el Dios Encarnado hemos de ofrecérsela a todos (Ef 3,8). En
esta oferta también nosotros nos sentimos interpelados a profundizar nuestra fe
desde la fe de los inmigrantes de cualquier religión que nos acompañan. De tal
manera que, como a los discípulos de Emaús, Jesucristo revela su resurrección a
Cleofás y su compañero de camino en la apariencia de un forastero, que parecía
no saber nada de la vida y la obra de Jesús (Lc 24,13ss). Este texto nos invita
a comprender que también en los inmigrantes nos habla el Espíritu, que
Jesucristo, el Bendito Inmigrante, toma carne en los inmigrantes que con
nosotros comparten la vida.
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