Evangelio del domingo 29 de diciembre
del 2019
La Palabra se hace familia (Mateo
2,13-23)
¡Cómo estaría la vida en Galilea para que José
decidiera emigrar con su mujer y su niño recién nacido a Egipto! ¡Cómo estarán
Nicaragua, Venezuela o los países del Sagel para que decenas de miles de
personas jóvenes arriesguen su vida para venir a Europa a ser, muchas veces,
discriminados y explotados! La vida en Egipto no se las prometía fácil, pero
era mejor que la violencia reinante en Judea. Las historias de las familias
pobres se parecen tanto unas a otras…
No puede dejar de sorprendernos (admirarnos,
sobrecogernos, anonadarnos, maravillarnos) que el Verbo de Dios se hiciera
carne para salvarnos. Siendo como somos unos seres vivos frágiles y caducos,
con tantas más debilidades que fortalezas, tan sujetos a profundas limitaciones
biológicas, hormonales y culturales, ¿cómo es que Dios mismo quiso asumir
nuestra naturaleza humana para ofrecernos la posibilidad de elevarnos a su amor
y libertad? El amor de Dios es un misterio que nos desborda desde la creación
hasta la redención. Nos sobrepasa el poder y la hermosura de la Naturaleza; nos
hace sentir pequeños y grandes, a la vez, el milagro de la vida y la sonrisa de
un niño; nos deja mudos que el Altísimo acepte entrar hasta lo más profundo en
nuestra historia de debilidad y de injusticias para darnos la esperanza que nos
trasciende. Pero así quiso que fuera.
Dios quiso que su Hijo fuera la Vida del mundo
haciéndose, antes que nada, hijo de familia pobre y migrante; lo hizo nacer
donde la vida tiene una mayor densidad y riqueza; donde el espíritu humano se
hace por necesidad y amor: cuidado y caricia, miedo y esperanza, debilidad y
fortaleza, en una familia de refugiados emigrantes. ¿Puede haber mayor signo de
credibilidad en lo imposible de comprender?
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