Evangelio del 10 de mayo del 2020
El atrevimiento de Jesús (Juan 14,
1-12)
Un día me dijo un amigo que presumía de no ser
creyente, a pesar de que había tenido una relación de amistad profunda con otro
sacerdote, con Diamantino García: “Vosotros
los cristianos, yo creo que os centráis demasiado en Jesús; hay muchas otras
personas a las que admirar y que pueden servirnos de inspiración. ¿A qué tanta
insistencia en Jesús de Nazaret?”
Y parte de razón tenía. Los cristianos tenemos como
centro de nuestra vida y de nuestra experiencia religiosa una persona, que
vivió en un momento de la historia y en un pequeño país del mundo. Es
sorprendente. Más sorprendente aún es que esa persona dijera a sus discípulos: “Yo soy el camino, la verdad y la vida;
quien me ve a mí, ve al Padre que está en los cielos.” No me digan ustedes
que no es un atrevimiento inusitado. Y, sin embargo, a lo largo de dos mil años
de historia, innumerables personas, desde labriegos iletrados hasta eximios
intelectuales, desde revolucionarios políticos hasta ascetas y místicos, han
encontrado plenitud y esperanza para su vida en la Vida de Jesucristo.
No llenan nuestro corazón los ideales abstractos con
los que soñamos en la adolescencia; ni el amor con condiciones que podemos
entregarnos unos a otros desde nuestra limitada libertad. Estamos hechos para
acoger un amor que nos haga ir más allá, y vivir corporalmente
trascendiéndonos. Ninguna “inmaterialidad de pensamiento” nos puede hacer
feliz. Sólo el abrazo y la comunión, el beso y la compañía, la mirada
comprensiva y la palabra que alienta, la broma amistosa y la declaración torpe
del enamorado, ponen luz en nuestros ojos. Y eso sólo lo puede una persona, frágil,
humana, fraterna, que comparta su pan y vino con nosotros.
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