Evangelio del 31 de mayo del 2020
Trabajadora incansable (Juan 20,
19-23)
Como el cristal que cuanto más limpio, más deja
entrar en nuestro cuarto a la mañana y menos reparamos en él; como el aire que
llena nuestros pulmones, sin que nos demos cuenta, insuflándonos vida; como la
luz que ilumina el rostro de quien queremos, dejándonos ver el resplandor de su
mirada. Así es la “Ruah”, el Espíritu de Dios, cuanto más invisible, más
necesario; cuanto más imperceptible, más eficaz.
El Espíritu de Dios no deja nunca de trabajar en
nuestro mundo. El hace de manos, y pies, y labios y voz del Padre y del Hijo en
nosotros. Cada vez que la enfermedad hace más humano a quien la padece, más
agradecido con quien lo cuida, más comprensivo con quien es débil, con más
capacidad de disfrutar la vida que tiene; es el Espíritu quien trabaja en su corazón
para hacer de él mejor persona. Cada vez que un joven siente el empuje del amor
a salir de su propio egoísmo, de su cobardía, de su cómoda y alienante soledad
para ponerse en manos de quien ama… es el Espíritu quien trabaja en su corazón
para que sea fruto en sazón de la vida que lo envuelve. Cada vez que la
indignación por la injusticia, por la mentira o por la explotación levanta el ímpetu
de una persona y le hace gritar y trabajar para que su tierra sea más humana… es
el Espíritu quien alienta su inconformismo y sus palabras de esperanza.
No hay instante en el que el Espíritu no nos
acompañe aprovechando nuestras virtudes y nuestro pecado para llamarnos al
amor. No hay acontecimiento en que no nos hable al corazón, como el Hijo habló
por las aldeas de Galilea. No hay hermano en quien no podamos acoger su impulso
y su vida. En la oración, también, nos habla y nos fecunda el Espíritu,
desarmando nuestras defensas, alentando nuestro amor.
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