Evangelio del Domingo 20 de junio de
2021
Oceánico poder (Marcos 4,35-40)
Hubo un tiempo en el que el hombre se
sentía y se creía, por derecho propio, el centro del universo: una desmesura;
bien que aquel universo era pequeño y no abarcaba más que desde la cuenca del
Mediterráneo hasta poco más allá de Persia, y una pequeña cúpula estrellada que
lo contenía todo. Después la humanidad fue descubriendo nuevos mundos, nuevos
horizontes, la inmensidad del firmamento; y el hombre tuvo que reconocer que es
un pequeño grano de tierra en un mundo que no es más que una minúscula mota de
polvo de todo el universo. Y para que no se nos olvide, cada cierto tiempo,
viene un virus y nos hacer ver lo precario de nuestra situación.
Pero una vez que sabemos de nuestra
pequeñez y vulnerabilidad, podemos disfrutar de la grandeza y del poder oceánico
que se despliega en cada pequeña parte del universo. Un poder que nos habla de
la grandeza y la creatividad de Quien lo creó. Al contemplar con los ojos, con
los oídos y con la piel la hermosura, a veces terrible, de la creación nos sobrecogemos
por la grandeza a la que pertenecemos y en la que somos: en Él vivimos, nos
movemos y existimos.
Pero todavía nos admira, nos sorprende
y nos sobrecoge más el saber que Quien todo lo creó nos quiere como a sus
hijos; que Quien todo lo creó nos envió a su propio Hijo, el cual, muriendo por
la ira y nuestra violencia de algunos, y ante la indiferencia de muchos, nos
abrió, por amor, el camino de la vida eterna.
Somos una nada pequeña e insignificante
que el amor de Dios eleva hasta su pecho para protegerla abrazarla. Ni las
pretensiones de tu orgullo, ni el hacerte la víctima cuando vienen momentos
duros tienen ningún sentido. Vivir es acoger, entregarse, crear y saberse parte
del inmenso poder de Dios.
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