Evangelio
del domingo 13 de septiembre de 2020
Sobre el rencor y el perdón (Mateo 18, 21-35)
Quien guarda rencor es
como aquella buena persona a quien clavaron un puñal en la espalda, sin
esperarlo y de quien menos esperaba. Cuando con esfuerzo y dolor consiguió
quitárselo, en vez de tirarlo lo guardó en un cajón de su alma. Desde entonces,
de vez en cuando lo coge, lo mira, y con la punta ya herrumbrosa de aquel puñal
se vuelve a herir él mismo. Recuerda el dolor que le produjeron aquellas
palabras, pronunciadas una vez, recordadas cientos, decenas de veces. Recrea la
situación y vivida, y se entretiene en pensar qué tendría que haber dicho para
hacerle él a aquella mala persona el mismo daño que él vivió. Se mira herido,
hecho víctima, sintiendo pena de sí mismo.
Algún puñal de rencor
todos tenemos.
La fe cristiana nos
invita a perdonar. El perdón es, primero, una liberación personal. El perdón
nos descansa, nos pacifica, nos permite seguir viviendo mirando hacia delante,
sin volver constantemente la vista hacia atrás, hacia un agua que ya no mueve
molino. Perdonar es, en segundo lugar, una actitud de justicia. ¡Cuantas veces
nosotros habremos también clavado algún puñal en la espalda de quien menos se
lo merecía! Las más de las veces ni nos acordamos; y cuando lo hacemos no
cesamos de disculparnos: “estaba nervioso”, “cosas de la poca experiencia”, “no
pensaba que le iba a sentar tan mal”…
Pero el verdadero
horizonte del perdón, la experiencia que nos permite perdonar de verdad sin
guardar rencor, es la fe en Jesucristo, que en la propia cruz perdonaba a quienes
lo asesinaban. Sólo en esa fe encontramos el suelo firme en el que saltar hacia
el abrazo de un Padre que a todos perdona.
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