Evangelio del domingo 14 de febrero de
2021
Todos somos leprosos (Marcos 1,40-45)
Esta pandemia nos está
haciendo aprender muchas cosas. Algunas seguramente sabidas, pero que teníamos
en un segundo o tercer plano de nuestra memoria. Otras las hemos tenido que
descubrir a golpe de miedo y de aislamiento. Hemos aprendido de nuestra
fragilidad; de la fragilidad de nuestra condición biológica y de nuestra
condición psíquica. Como seres biológicos, nos ha enfrentado a la posibilidad,
palpable y cotidiana, de enfermar y morir. Hemos escuchado tantos nombres de
personas que se ha llevado el virus, que hemos descubierto que en cualquier
momento podemos perder lo que más queremos, a quienes más queremos.
Hemos aprendido lo que
significa la soledad de no poder celebrar, festejar o, simplemente, convivir
con los nuestros. Los medios de comunicación han podido paliar esa sensación de
distancia y de desvalimiento que nos invadía; alguna vez hemos también
experimentado la Presencia luminosa que nos habita y que siempre nos acompaña.
Todos hemos
experimentado la desazón de ser un peligro para los demás; de tener que
apartarnos de ellos; de ver cómo alguien se apartaba de nosotros si nos
aproximábamos a ellos más de la cuenta. Y lo hemos entendido, porque todos,
también nosotros, podemos ser contagiadores sin saberlo. Y, sin embargo, algo
se nos desgarra por dentro; se resiste a conformarse; y se rebela ante la
ausencia de besos, de abrazos, de cercanía.
El evangelio de este
domingo nos da razón de cómo Jesús, fuente de toda pureza, se acerca a un leproso,
y le habla al oído, y le abraza, y lo limpia, y lo rehabilita a la vida con los
suyos. Todos somos hoy, más que nunca, ese leproso que necesita el abrazo del
Hijo de Dios, el abrazo del hermano que nos quiere.
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